sábado, 30 de octubre de 2010

La nulidad del Código Civil (un divertimento jurídico)

Se sabe que a partir de los artículos 6º y 7º de la Constitución Política se ha construido la «teoría de la nulidad de derecho público», sobre cuyos alcances y efectos no existe acuerdo en la doctrina ni en la jurisprudencia. Mi intención no es, por ahora, dedicarme a ella, sino tan sólo mencionar un caso de nulidad de derecho público que, de seguirse la teoría que considera que esta acción es siempre imprescriptible, produciría un vacío dogmático de proporciones impensadas en el derecho chileno. Se trata nada menos que de la nulidad del Código Civil.

El origen del actual inciso segundo del artículo 7º, considerado con razón la «regla de oro del derecho público chileno», se halla en el artículo 160 de la Constitución de 1833. Sin importar las razones del origen de esta norma, lo cierto es que con ella se establece el principio de juridicidad que rige el actuar del Estado y una de sus consecuencias, cual es la nulidad de derecho público.

Para rastrear el vicio de nulidad de que adolecería el Código Civil hemos de considerar el texto de su ley aprobatoria, de 14 de diciembre de 1855, que ordenaba la preparación de «una edición correcta y esmerada que deberá hacerse inmediatamente», y que, por razones obvias, estuvo a cargo del principal miembro de la Comisión Redactora, Andrés Bello (1781-1865). De acuerdo con la interpretación más natural de las palabras empleadas por dicha ley, y que encuentra apoyo en el proyecto preparado por el Senado, esta revisión debía estar destinada a corregir erratas de imprenta y, a lo sumo, manifiestas imperfecciones de forma y estilo; pero en ningún caso esa intervención literaria podría alterar el sentido de las reglas jurídicas aprobadas por el Congreso Nacional (cfr. artículos 43 y siguientes de la Constitución de 1833). Sin embargo, si bien en lo sustancial Bello se ciñó a su cometido, en 131 artículos (el 5,19 % de su contenido) agregó y suprimió palabras, incisos e incluso artículos completos. Dos ejemplos nos ayudan a apreciar la magnitud de algunas de las alteraciones introducidas en el texto aprobado por el Congreso. El artículo 1386 del texto aprobado contenía un inciso segundo, según el cual «La donación entre vivos se consuma por la tradición», disposición que fue suprimida del texto definitivo, lo que comporta que a la postre terminarán coexistiendo dentro del sistema del Código una donación obligacional (consensual) y otra de estructura real. Algo parecido ocurrió con el artículo 1415: mientras el texto aprobado señalaba que el derecho de transmisión se extendía a las donaciones entre vivos, el Código publicado niega esta extensión.

Ya en su época Bello fue criticado por haber excedido la esfera de su competencia y haber alterado una ley sancionada por el Congreso. En su defensa, su discípulo y luego compilador, Miguel Luis Amunátegui Reyes (1828-1888), dijo que todo cuanto se hizo en la edición aparecida el 31 de mayo de 1856, en la que se contenían las referidas alteraciones, estaba autorizado por la ley aprobatoria del Código.

Esta extralimitación de facultades constituye una desviación de poder, cuya sanción, de acuerdo al artículo 160 de la Constitución Política vigente en aquel entonces y también en la actual, es la nulidad. Si se acepta que la nulidad opera como la inexistencia (aceptado antes, por supuesto, que ésta también tenga entidad propia) y que puede pedirse incluso respecto de los actos legislativos (cuestión que Jorge Hunneus, uno de los primeros autores en tratar el tema, rechaza categóricamente), se hace desaparecer nuestro Código Civil desde el momento mismo de su entrada en vigencia, conclusión que, por razones de seguridad jurídica, no se puede compartir. Significaría que el cuerpo legal que tanto influyó en otras codificaciones y que ha sido elogiado en el mundo entero, en realidad, nunca existió. Deberíamos, entonces, volver a regirnos por la legislación civil en vigor al 31 de diciembre de 1856, compuesta de algunas leyes republicanas sobre temas específicos (matrimonio de disidentes, prelación de créditos, etcétera), pero principalmente por las Partidas, con las dificultades hermenéuticas que su lenguaje y la evolución social habida desde el siglo XIII evidentemente provocarían. Así, ante el imperio del principiodura lex, sed lex (Dig. 40, 9, 12), recogido en el artículo 11 del Código Civil, se impone otro de similar data: es absurdo que tenga mejor derecho aquel a quien sólo corresponde una parte, que el que atañe al titular del todo (Dig. 50, 17, 160, 2). Se me podría objetar, sin embargo, que con ello infrinjo el principio interpretativo del articulo 23, al considerar lo odioso del artículo 160 de la Constitución de 1833 para restringir su sentido. Muy por el contrario, cuando se concluye de la forma en que aquí se ha hecho, no se hace más que recurrir al espíritu de la norma (la razón que la inspira), manifestado en la historia fidedigna de su establecimiento (artículo 19 inciso segundo del Código Civil). En efecto, la Constitución de 1833 surge en un momento determinado de la historia política de nuestro país, en el que la delimitación de funciones de los órganos del Estado era imperiosa. Para evitar las superposiciones de competencias se dicta, pues, tal norma.

Del anterior relato se pueden extraer una moraleja: la Constitución es un instrumento que busca someter el actuar del Estado al Derecho, el que no se agota, por cierto, en su solo texto, de lo cual se debe ocupar la legislación inferior. Los artículos 6º y 7º de la actual Constitución no refieren sino a dos clases de vicios (obrar fuera de su competencia o con infracción del procedimiento establecido), por lo que todo supuesto de ilegalidad material se debe buscar en alguna norma que posea pretensiones de validez general y ella resulta ser, aunque suene paradójico, el artículo 1462 del Código Civil.

[Originalmente, este texto fue publicado en La Semana Jurídica 370 (2008), p. 2].

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